viernes, 31 de diciembre de 2010

Antiaraceli

En esta página pretendo defender al buen sentido común y a la sana razón contra los exceso del juridicismo.

TEORÍA SOCIAL Y SOCIEDAD ACTUAL









Como todas las ciencias superiores, la ciencia del Estado requiere ser vivida, no basta con conocerla y aprenderla.


Adam Müller, Elementos de Política. Espasa-Calpe, Madrid, 1935 (1809), pág. 17.



Planteamiento del problema

La ciencia social seria, a diferencia de pasatiempos edificantes y ocupaciones gratificantes, que tienen por fin la consecución de la promoción social, o la obtención del beneficio económico o – para el que lo desee para sí mismo y de todo corazón – cosechar el aplauso del nutrido colectivo de consumidores académicos y de productores de ensayos paracientíficos, llega a su realización máxima con la formulación de una teoría. No obstante, ocurre una cosa que muchas veces pasa desapercibida, puesto que pasa en silencio y en ocasiones también al margen del discurso científico-social oficial y de la ciencia social académica: después de haber emprendido el investigador pensante la engorrosa tarea de dar con una formulación conceptual teorética verdadera (entiéndase por formulación conceptual teorética: conceptos sin más, pero en ningún caso “conceptos”; los “conceptos” forman parte de la “teoría”, como se expondrá más abajo) para los fenómenos políticos y sociales observados en el mundo real, no pocas veces se tiene que enfrentar a la incomprensión – si no es que uno ya previamente se ha topado con el rechazo rotundo de los que en la actualidad constituyen el “gremio”. ¿De dónde viene el rechazo a la teoría verdadera y al teórico verdadero?


Esencia del conocimiento teórico

La teoría sigue lógicamente al objeto/ fenómeno observado/ constatado. Eso quiere decir que lo intenta captar y comprender según la lógica de su propio desarrollo, según su sentido y su significado dentro del proceso social total, sin detenerse ante lo que es decente, lo que está bien visto o lo que sería deseable para el común sentir – que es lo mismo que lo políticamente correcto – de la “comunidad” “científica”  actual, que siempre sospecha del científico social que se ha atrevido a teorizar seriamente; la teoría, lejos de ser “prudente” en su acepción común, es consecuente en lo concerniente a sus fines, que pueden ser explicativos y/o comprensivos[1], y no cesa hasta que no haya alcanzado su objetivo: el de alcanzar/ proporcionar un concepto que sea genuinamente teórico, en el sentido de ser verdadero, que es lo mismo que decir válido. La teoría se apoya en y se va armando sobre ejemplos concretos, que son los fenómenos históricos descritos, de modo que ya hemos llegado al punto en donde tenemos que pasar de una constatación apriorística a una ejemplificación que sea más empírica a la vez de ilustrativa.


La ciencia social actual tomada en toda su ambivalencia moral

El libro del Príncipe de Maquiavelo fue incluido en el Índice vaticano, pero más que la condena papal pesaba (y pesa todavía) sobre él la censura moral y la ignorancia de los que constituyen la paciente y humilde grey de aquellas eminencias científicas que prefieren hacer ostentación de vaguedades retóricas y de ejercicios de elocuencia humanitarista[2], en lugar de proporcionar unas buenas observaciones con su respectiva explicación mediante un órganon lógico-conceptual, en fin, a lo que nosotros hemos dado el altisonante nombre de teoría[3]. Ahora mismo se nos ocurren las absurdas “teorías” normativas – absurdas no por normativas, sino por absurdas, por fundarse en deseos y creencias subjetivas, amén de ideologías políticas – de un J. Habermas, pero también de un U. Beck, de un A. Giddens y de un larguísimo etcétera de “predicadores ateos y legisladores locos”[4]. De modo que la realidad actual de la ciencia social se ha quedada “performada” por un deber-ser del que apenas se tiene consciencia clara: la ciencia social actual, al igual que la ciencia política y la ciencia jurídica actuales, se reviste y se empapa de una pseudomoralidad barata, de mínimos y utilitaria, de reminiscencia ilustrada, liberal-burguesa o socialista epigonal, para convertirse en objeto predilecto de elucubraciones subjetivas, ora optimistas, ora sentimentales, ora pesimistas, que sólo guardan el aspecto meramente formal (exterior) de ciencia, pero sin que se alcance su verdadero concepto. La pregunta que se nos plantea entonces es: ¿Acaso es válido ser discreto, prudente o beato – incluso en un sentido laico – cuando se trata de ciencia y, más aún, de ciencia social? Cuando se es un monje obediente y observante, y no un analítico de inteligencia aguda, es totalmente válido y hasta necesario que uno sea todo eso, crédulo, ingenuo y simple, y no otra cosa, ya que de lo contrario se podría interpretar el talante seguro y decidido como soberbia o un acto de rebeldía. Pero ni el teórico ni el verdadero filósofo son santos varones; no son humildes más que ante el tipo de ciencia que profesan, ante el objeto de su reflexión, y ante lo que es su honor: el ser verdadero y puntual en la exposición de sus teorías. Por esta sencilla razón tiene que resultarle arrogante, o al menos chocante, al contingente mundo académico alguien que se tome en serio a la teoría[5], cuando se la considera seriamente y en toda su dignidad, absteniéndose en cambio de darle el noble adjetivo de teórico o el nombre de concepto a aquellas frivolidades que hoy en día se venden en el mercado “científico” al por mayor, bajo la rúbrica de “teoría”, y que pululan por muchas publicaciones de lectura “obligatoria” (“inexcusable”, “imprescindible”, “fundamental”, “de referencia”…)[6]. Pero la realidad que se les escapa precisamente a muchos científicos sociales se comporta de manera bien distinta de cómo ellos se la imaginan en sus “teorías”. La teoría se conoce y reconoce por sí misma, y no porque le hayan puesto el rótulo de “teoría”. Lo mismo vale para la palabra concepto. Todo lo demás son engendros, frivolidades y aberraciones que, más que científicos, son cientificistas.


Una crítica sociológica de la “teoría”

Por desgracia, el problema no es tan como nuevo pudiera parecer, puesto que ya en el pasado hubo quienes confundieron la tarea del verdadero teórico con un ingenio que es productivo en demasía. Pero la teoría nunca sale de un ingenio productivo en demasía, o de una inteligencia extravagante, sino de una actitud contemplativa, o sea, verdaderamente teorética. En este sentido queremos llamar la atención sobre la controversia que se había desencadenado entre J. Schumpeter y W. Sombart en los años 1920 en torno a la cosa “teoría”[7]. Schumpeter no entendía por qué Sombart censuraba su “teoría”, su quehacer “teórico”, al mismo tiempo que Sombart lamentaba lo poco que se teorizaba en su ciencia, en economía política (Nationalökonomie). Schumpeter tenía que pensar en alguna patología de Sombart, ya que Sombart, aparentemente, se contradecía a sí mismo. Pero lo que Sombart rechazaba no era la teoría, sino el esquematismo de la “teoría” racionalista, que no producía sino una multitud de complicadas formulaciones “teóricas”, “medios de producción”, como decía Sombart, en analogía con el capitalismo y su modo de producción: eran medios de producción sin valor ni utilidad, y que dificultaban el trabajo sobremanera, ya que no se ajustaban a la realidad histórica, de la misma manera que dificulta las faenas agrarias un tipo de maquinaria que no se ajusta al tamaño y a las necesidades de una explotación agrícola real. “Si soy capaz de talar en menos tiempo un árbol con un simple serrucho, ¿para qué tomarme la molestia de procurarme con no pocas dificultades una sierra propulsada por vapor[8]?” En vez de hablar de teorías, Sombart las llamaba teorías “”, teorías sólo entre comillas (“teoría”), y de “teóricos”. Para Sombart, Schumpeter, al dedicarse a la producción ingente de unas muy sofisticadas “teorías”, despilfarraba sus enormes dotes intelectuales, que sin duda podía haber empleado mejor.

Ahora bien, en la actualidad nos las tenemos que ver mayoritariamente con “teorías” y con “teóricos”, que más bien parecen vivir y teorizar entrecomillas, ya que no son capaces de reconocer, ni mucho menos de captar, sobriamente la realidad del mundo sociohistórico, y menos todavía la del suyo propio: la de un mundo, de una realidad, de una existencia, que se ve incesantemente revolucionada por las fuerzas productivas del capitalismo. De hecho, la productividad capitalista es la pauta general de casi toda la productividad intelectual en la actualidad, y no sólo en la gran empresa capitalista. La actividad académica en nuestras facultades, en gran medida, refleja la productividad (mucha; demasiada), la utilidad (cero) y la validez (cero) dimanadas  de la superestructura engendrada por el modo de producción del capitalismo global. Pero con dicha superestructura no se puede trabajar si se quiere teorizar de verdad. Para demostrar la esterilidad de una tal ciencia desteorizada[9] reprodujimos en nuestro trabajo[10] oportunamente una bella cita de Donoso Cortés que, si se nos permite usar el lenguaje coloquial, nos venía como “anillo al dedo”: “No hay espectáculo más triste de ver, que el que presenta el hombre de esclarecido ingenio, cuando acomete la empresa imposible y absurda de explicar las cosas visibles por las visibles, las naturales por las naturales; lo cual, como quiera que todas las cosas visibles y naturales, en cuanto naturales y visibles, son una misma cosa, viene a ser tan absurdo como explicar un hecho por el mismo hecho, una cosa por la cosa misma[11]”. Pero la falsa, o la mala, teoría (=”teoría”) es aún peor, ya que, prescindiendo de lo invisible y sobrenatural, pasa directamente a lo fantástico, a lo inexistente, a lo fantasmagórico, en lo cual depara tarde o temprano cualquier ciencia social positivista. Por esta razón, nuestro rechazo “arrogante” de la ciencia política y de la ciencia jurídica contemporánea en sus resultados, no refleja tanto una actitud negativa ante dos disciplinas científicas que, tomadas en sí mismas y en su concreción histórica, son muy respetables y muy dignas, sino más bien el desacuerdo categórico y epistemológico con las realidades superestructurales, con su falso normativismo. Han sido generadas por el modo de producción del capitalismo global y constituyen casi por completo la “realidad” de nuestro mundo postmoderno; su efecto más preeminente es que no hacen sino falsear la consciencia y la percepción, tanto individual como colectiva, falseando, a su vez, los conceptos (”conceptos”) que se manejan[12]. De ello sacamos todas las consecuencias, teóricas y filosóficas, tanto pertinentes como impertinentes, para nuestro trabajo, y que tanto han irritado a nuestros críticos. Lo vamos a ilustrar de manera algún tanto pintoresca, para que se nos entienda mejor, con otra analogía.


Capacidad de distinción

Ningún jardinero que entiende de su oficio injerta en la rama verde y frondosa de un árbol cuyo tronco y raíces ha visto secándose. Pero eso no le quita el verdor ni el frescor ni la frondosidad vivaz a la rama (aunque de hecho ya tenga los días contados). El inteligente jardinero se busca entonces a otro árbol mejor y más sano, y del que sabe que tendrá más larga vida, y lo injerta, ya que él tiene la seguridad de que su labor no será en vano; tiene sentido para él injertarlo ahora, puesto que lo hace de cara a un futuro que él, a grandes rasgos, puede anticipar. De la misma manera que el inteligente jardinero, tampoco nosotros queremos que nuestro trabajo haya sido en balde, y por esta misma razón hemos ido a buscar la ciencia, el método, la metodología y hasta la epistemología, a la “banca general y al capital de las naciones y de los siglos”[13], para que nuestra labor fuera fecunda, para que en un futuro no tan remoto diera buenos frutos. Pero para ello hay que ser un bueno e inteligente jardinero, metafóricamente hablando, que, no sólo con los años de experiencia y con el ojo experimentado del profesional – pues, hay muchos “profesionales” que cuentan con años llenos de experiencias irrelevantes y que se compaginan muy bien con sus ojos especializados en captar nimiedades –, sino con una fina intuición, sepa distinguir el árbol que está vivo del que sólo vive en apariencia, dado que éste último se está muriendo ya. Hay que saber distinguir la ciencia viva de la ciencia muerta. Nada más prudente entonces que hacer depender el valor – que es su contenido de verdad – que la teoría tiene, de los factores reales que configuran el mundo sociohistórico. Pero para ello se necesita un tipo de previsión y, sobre todo, de intuición, que no todos tienen ni pueden tener. Si la constatación de este hecho es arrogancia, la teoría social, y la sociología en general, tendrá que ser cultivada por los arrogantes, y no por los humildes, dóciles y sumisos. Es a los mansos a los que les ha sido prometido explícitamente el Reino de Dios – si es que creen  todavía en la misión redentora de aquella sociedad perfecta que custodia la Verdad divina por mandato divino, que es nuestra Santa Madre Iglesia – pero a los primeros les espera, con toda seguridad, el infierno[14].


Ni elegante ni cortés ni prudente: una teoría social histórica y metahistórica

“Tampoco quiero que se considere una presunción el hecho de que un hombre de baja, es más, de ínfima condición se atreva a discurrir y a opinar sobre el gobierno de los príncipes, porque, así como lo que dibujan mapas se sitúan en la llanura para estudiar la naturaleza de las montañas y de los lugares elevados, y suben a los montes para estudiar las llanuras, para conocer bien la naturaleza de los pueblos hay que ser un príncipe, y para conocer la de los príncipes hay que ser del pueblo[15].” Eso lo decía Maquiavelo con prudencia y humildad aparente. Pero él lo sabía mejor: conocía los principios y las  reglas que regían a la política en todas sus facetas y en todos los tiempos, y ese conocimiento teórico era su dignidad, que era mucho mayor que la de cualquier magnate de noble alcurnia y más grande todavía que la del más poderoso de todos los príncipes renacentistas. El poder y la dominación cambian en cuanto la suerte cambia, pero la teoría es un rico tesoro que parece no ser de este mundo. Una que vez tengamos a la teoría, es muy difícil, si no imposible, que nos sea arrebatada o refutada. Así que, que no nos den pie a ser arrogantes y que hagan ciencia y, sobre todo, buenas teorías, los historiadores, los politólogos y en general todos los científicos sociales, para que no tengamos que “decapitar” a nadie, como se nos echó en cara respecto al trato que le dimos en nuestro trabajo a eminentes y reconocidos autores (aparte de Habermas, Beck y Giddens, también “decapitamos” a Philippe Schmitter, aquél famoso politólogo que no sabe lo que es la cosa “legitimidad” y que al parecer desconoce la obra de Max Weber). El mejor remedio, mejor dicho: la prevención, para no sufrir “decapitación” alguna por nuestra parte, consiste simplemente en estar a la altura y en ser consciente de la dignidad del verdadero conocimiento científico, de la teoría correcta y del buen filosofar. Las falacias son falacias, las insensateces son insensateces, y las alucinaciones y fantasías son simplemente alucinaciones y fantasías; de nada sirven la fama, el noble nacimiento o el reconocimiento científico, gremial, por parte de toda la vasta comunidad científica internacional, que sólo existe ahora y aquí, en el momento y para el momento, por obra y gracia del momento, pero no mucho más allá de él.


Valor cognitivo y pedagógico (ejemplarizante) de la metáfora

Completando lo hasta aquí expuesto, hay que incidir en que las llamadas “buenas maneras” tampoco deben constituir un obstáculo a nuestra labor, sobre todo si se refieren a un tipo de cortesía convencional y meramente formalista que ya se ha quedado totalmente vaciada de contenido (¡sentido!). Cuando el emperador va desnudo, creyendo que va ricamente vestido y adornado, por mucho que lo sostengan y así lo defiendan sus ministros, cortesanos y lacayos con lisonja, bien por miedo, bien por interés, o para no aparentar ser menos listos que el sabio y muy juicioso emperador, no hay nada que decir sino: ¡Pero si va desnudo, el emperador! ¿Acaso es una impertinencia proceder así? Por decir la verdad, casi siempre es una imprudencia querer decir la verdad, incluso la más evidente. Cuando la ideología se convierte en realidad, y la realidad en un depósito de posibles (¡y temibles!) ofensas para oídos delicados, la verdad sólo tiene dos salidas: o se torna mentira – y con ello la mentira se torna verdad – o se desintegra sencillamente. Se neutraliza hasta tal punto que resulte inofensiva tanto para los ideólogos como para sus víctimas/ adeptos/ correligionarios/ séquito. Y ahora, que vengan nuestros críticos y nos demuestren racionalmente que un despropósito más o menos conscientemente manifestado e insertado y desarrollado “lógicamente” (más bien pseudologicamente) en un trabajo, a la manera de literatura científica, constituye un hallazgo analítico, o que una discreción absurda, o un absurdo discreto, es capaz de restarle valor al teórico que está seguro de lo que tiene – pues, frente a ellos, él tiene realidad y, con ello, también entidad, razón, verdad y todas las demás cosas buenas de las que ellos carecen –, o a la dignidad, que él defiende con decisión frente al servilismo y seguidismo de los (malos) imitadores.   

La verdad es que, más que decapitar a autoridades bien etiquetadas con sus respectivas fechas de caducidad y en desenmascarar ideologías pueriles, nos gustaría topar con teóricos y teorías verdaderos, pero en tanto no los veamos, tendremos que seguir disfrutando cortando cabezas, algunas para disecarlas y guardarlas en nuestra colección de cabezas reducidas, y otras, para tenerlas clavadas en una pica, para que todos los hombres (y mujeres) de ciencia puedan verlas pudriéndose a la intemperie, y eso a pesar de que les pueda resultar muy poco agradable y hasta ofensiva la exhibición en público de tan horrendas reliquias. Toda ciencia que es ciencia viva y ciencia de lo vivo, y no ciencia muerta, o un positivismo que sólo gusta de tratar de cáscaras muertas, necesariamente comprende una guerra permanente de opiniones, doctrinas y hallazgos analíticos con sus respectivas interpretaciones según las primeras. Jesucristo tampoco nos trajo la paz, sino la espada[16]. Y, ¿qué se puede hacer con una espada, una vez que la tengamos en nuestras manos? Pues, eso.


Conclusión

Quitarle la razón a una persona siempre tiene que resultarnos algún tanto oneroso; quitarle la razón a una sociedad o a una época toda, al mundo entero pues, parece una osadía, una locura más bien propia del metafísico caballero Don Quijote de la Mancha que de un filósofo serio (recuérdese que Fichte ya lo hizo en sus Caracteres de la época actual; creemos que con razón). Pero la cuestión que le subyace a tal actitud no deja de ser interesante, ya que plantea con toda seriedad la pregunta si nuestro mundo o nuestra época puede estar equivocado en algún sentido. Por poder, sí puede estar equivocado, y esto es lo que hay que tomar en consideración, aunque sea como mera posibilidad. Pero cuando se postula tal equivocación, y esto a priori, hay que estar seguro de que tal equivocación se puede constatar objetivamente y a partir de los propios supuestos de la época, y que tales supuestos tengan un valor analítico general. Para más inri, siempre hay que considerar que dicho análisis, no pocas veces recibe su vigor de una tensión dialéctica no claramente advertida, que puede incluir tanto razón como sinrazón, tanto subjetivamente como objetivamente, ya que lo que subjetivamente tiene razón, puede que muchas veces no la tenga objetivamente, o al revés, o que hay razones que se contradicen entre sí, entre sujetos, objetos. Esta consideración condujo al desesperado  postulado weberiano de una ciencia social que estuviera libre de juicios de valor, puesto que los valores eran contradictorios: indudablemente, los “valores” se encuentran reñidos entre sí. Pero la renuncia a los valores en beneficio de una supuesta “objetividad” científica no condujo a los resultados que Max Weber esperaba obtener. Tampoco una ciencia y menos todavía una ciencia que presume del noble adjetivo de lo “social” – con sus anclajes no sólo históricos, sino también sociológicos y hasta ideológicos – puede sustraerse de la gran sinrazón que caracteriza a nuestra época. ¿Cuál es entonces la conclusión? ¿Acaso vale la pena predicar en el desierto? Ciertamente que no. Cuando el “material humano” no está a la altura, no se puede esperar nada de la ciencia social actual, y menos todavía del mundo académico. No vale la pena hablar de la verdad cuando la gente no es capaz de concebirla, de aprehenderla, rectamente. Es tarea baladí querer hablar de teorías que lo sean “de verdad”, cuando las personas sólo están acostumbradas a manejar “teorías”. Hágase lo que se haga para devolverle la credibilidad científica a la ciencia social actual, todo será en vano. Algunos no entienden, otros no atienden, y todavía queda otro grupito más, el de aquellos que se apañan muy bien con insufribles despropósitos envueltos en aquella igualmente insufrible jerga científica que ahora está de moda. Cuando la cientificidad de un objeto, o de una disciplina, está en función de caprichos, de modas y de dudosos imperativos “éticos” (que no éticos), después de que se abandonara el ya de por sí infecundo determinismo metódico (mal llamado “metodológico”) de la ciencia del positivismo, ya no queda lugar para que el trabajo sea serio. El científico social serio se encuentra hoy en la siguiente situación: es un carpintero, un buen artesano, responsable y honrado, y que se dedica con personal entrega (vocación) a su oficio, y que se siente realizado en la elaboración de algo bueno: la obra bien hecha. Lo que ocurre es que nuestro buen artesano no sólo ya no vende sus productos, sino que se le censura, justamente por haber hecho bien su trabajo: se le reprocha el haber ejecutado la obra según mandan los cánones. Pues, la clientela está loca, no sabe nada acerca de pautas y cánones y mucho menos de calidades. Lo único que conoce, y así lo solicita, el público vulgar e ignorante son chapuzas, que son tan feas como malas e inútiles. Llama un producto “bueno” a cualquier m…, para, acto seguido, recomendarle al desgraciado y trasnochado artesano que se fije en lo que todos hacen: ¡Pobre mentecato! ¿No ves que es esto lo que los tiempos y las gentes demandan? Desgraciadamente, sí lo veo. Pero aún así: el emperador sí va desnudo, a pesar de lo que se diga. No hay nada que pueda cambiar un hecho objetivo. Ahora, si la realidad se ha quedado difuminada en un mundo de ensueño y todo lo demás es falsa consciencia, no hay nada que hacer. Y así es. No hay nada que hacer.


Definiciones de democracia

Si hay un argumento eficaz en contra de la utilización de publicaciones recientes, lo son las propias publicaciones recientes. La indicación académica de que hay que conocer y manejar la bibliografía actual, métodos e teorías actuales, se ve refutada precisamente por el valor real de lo actual. Y efectivamente, muchas veces su valor científico no es otro que el de ser una publicación reciente, con lo cual todo se acaba. Dentro de  poco se verá relevada, reemplazada o sustituida por la a su vez más reciente novedad, por lo más actual, que tampoco presentará otro valor que el de ser la publicación más reciente. Si se tratara de postular dogmáticamente la validez total del presente actual, frente a un pasado caduco, obsoleto y devaluado, no sería necesario empeñarse tanto en su demostración “científica” mediante infecundos trabajos, algunos repetitivos y otros cada vez más absurdos. El valor supremo (normativo y epistemológico) del presente es una creencia y, por tanto, indemostrable. Se postula y ya basta. Empeñarse en querer demostrarlo científicamente acabaría por demostrar justo lo contrario. Pero en algún punto les doy la razón a los científicos que siempre quieren estar “a la última”: de vez en cuando sí viene bien saber lo que dicen los libros actuales, para poder así cerciorarse cuán absurdo es nuestro presente y qué rico tesoro perdieron nuestros coetáneos científicos desde que desistieren de leer (¡y comprender!) trabajos ya clásicos[17]. ¿Palabras vacías? No tanto. Si no, mírese cómo Charles Tilly, famoso científico social[18] emprende la definición de democracia a la altura del año 2007:

DEFINICIONES DE DEMOCRACIA

Para tomar la democracia en serio debemos saber sobre qué estamos hablando. Desarrollar una definición precisa de democracia es particularmente importante cuando estamos intentando – tal como hacemos aquí – describir y explicar el cambio y variación en el alcance y el carácter de la democracia.
Quienes observan la democracia y la democratización eligen por general, implícita y explícitamente, entre cuatro tipos de definiciones: constitucional, sustantiva, procedimental y procesal (Andrews y Chapman, 1995; Collier y Levitsky, 1997: Held, 1996; Inkeles, 1991; O´Donnel, 1999; Ortega Ortiz, 2001; Schmitter y Kart, 1991).


A lo que se sigue una categorización “constitucional”, “sustantiva”, “procedimental” y “procesal”. Como se habrá advertido, algo tienen que ver estas categorizaciones meramente subjetivas pero, no obstante, formales (ni siquiera son una tipificación que aspirara a ser objetiva) con algún tipo de democracia política, que queda sin determinar. Aquí no se ha conseguido definir a la democracia con éxito, y pensamos que esto es así ya que nunca se había pretendido tal cosa. Incluso reproduciendo más texto no se encontraría ninguna definición. Esto es curioso y merece ser analizado.
La pretensión de definir a la democracia está contenida en la primera parte. Esta integra una especie de conclusión aparentemente lógica: Para tomar la democracia en serio debemos saber sobre qué estamos hablando. ¿Esto qué quiere decir? Pues, para que uno pueda tomarse en serio algo tiene que saber de qué está hablando. Claro. Y al revés, eso quiere decir que cuando uno no sabe de qué está hablando, él no se lo puede tomar en serio. Al parecer, lógico y natural. Pero conclusiones “lógicas” de este tipo constituyen una soberana idiotez, puesto que es más verosímil que uno actúe, piense o sienta con seriedad con bastante antelación a la comprensión, el conocimiento, o la explicación de algo. Si me propongo analizar algo se supone que lo hago con el afán de llegar a saber algo acerca de ello (a este afán se le puede llamar también curiosidad) y eso a su vez presupone la seriedad (del científico, del filósofo, pero también del simple curioso). Volviendo sobre la democracia: aunque para algunos constituya una desviación carente de todo valor, no se puede decir que no se merezca un estudio y un análisis serio aunque ella, en sí misma, sea todo un cachondeo. La democracia es una cosa muy seria, y no sólo para demócratas y gente interesada en política. Es seria por dos razones, primero porque es una realidad y segundo porque es susceptible a ser analizada. Lo que no es serio es la frase que introduce/ invita al estudio serio de la democracia, que sólo puede ser serio ya que pretendemos saber de antemano qué es la democracia. ¿Para qué entonces investigar y perder el tiempo? Como se ve, ser científico social, ser famoso y haber publicado en el 2007 no ha contribuido mucho a mejorar la calidad de los trabajos académicos. Pero esa es sólo la primera frase que introduce/ invita a la “definición” de democracia. A ver lo que se hace en la segunda, que aquí sólo repetimos en parte: Desarrollar una definición precisa de democracia es particularmente importante...  ¡Y tan importante! Sólo que no se ha conseguido. En ningún momento se nos dice qué se entiende por “precisión”. La “definición”, se supone que debe ser la categorización subjetiva según criterios jurídico-político-formales. Bien. Que un científico tan renombrado confunda una cosa con la otra no tiene perdón. Pero que sus lectores científicos no lo adviertan, menos todavía.

¿Cómo resolvimos nosotros el problema de la democracia? De la siguiente manera:

DEMOCRATIZACIÓN E INTERNACIONALISMO

De forma bastante abstracta hemos definido la democratización como instauración permanente en una sociedad de un acelerado dinamismo social. Con eso nos decantamos por la acepción cultural de democracia, diferenciándola claramente de la forma de gobierno, o constitución política, del parlamentarismo occidental liberal democrático, y, desechando a su vez cualquier convencionalismo pragmático, más la conceptualización positiva, jurídica, ya que impiden la correcta determinación de lo que es lo democrático en el plano de la cultura.  

A lo que se siguieron definiciones y conceptualizaciones por parte de buenos autores (probadas “autoridades” de las más importantes tendencias políticas y científicas: O. Spann, K. Mannheim, H. Heller, G. Mosca, J. Maritain, K. Marx) y un análisis comparativo y un tipificación. Descubrimos fielmente nuestros propósitos que – dicho sea de paso – llevamos a buen puerto. Y todo porque nos atuvimos a una tradición, porque nos tomamos en serio primero a la ciencia que profesamos, y luego al objeto que analizamos. Empezamos sabiendo de verdad de lo que estábamos hablando, y no como lo hiciera el famoso científico: diciendo que él sabía de lo que estaba hablando cuando en realidad no lo sabía. La precisión por la que abogamos era lógico-conceptual, pero no “de boquilla”. Una Universidad como la nuestra vive engañada cuando piensa que basta con venerarse a sí misma para luego estar exenta de consultar opiniones y doctrinas científicas ya clásicas, como también están equivocados aquellos científicos que sólo tienen las “últimas publicaciones” y las “más recientes teorías” en cuenta (en mente). Porque bien puede ocurrir que con eso no tengan nada en mente, mejor dicho, nada que sea de valor. El valor académico sólo se lo da el presente y acaso el aspecto exterior, formal, aparte de la vinculación institucional del personal científico. Como también Tilly estaba equivocado. Tan engañado vivía el buen hombre que no podía advertir el fallo. Porque para él no había fallo alguno. Sólo definiciones precisas y un estudio serio.
La conclusión que nosotros hemos sacado de nuestra experiencia académica a su vez que de un análisis exhaustivo de nuestra actualidad sociocultural es que no hay nada más que dos formas de investigar y de razonar, al menos en ciencias sociales: una, que es deliberadamente actual (“positivista” en sentido estricto), y otra, que es la correcta. Desde el punto de vista de las mayorías científicas actuales tiene razón la primera. Lo que pasa es que la verdad no se puede sacar a público escrutinio, aunque el “público” esté constituido por la misma comunidad científica. ¿Y lo correcto? Tener que decir a estas alturas qué es lo correcto y lo que se tiene que hacer es una equivocación. O ya se sabe o es tarde, y pretender lo contrario es una impostura arrogante (eso lo dirían – y lo dijeron – los que no saben hacer otra cosa). Nadie le puede decir a la ciencia lo que tiene que hacer ni cómo lo tiene que hacer. Querer decírselo al científico individual es una pérdida de tiempo. Hombres como Tilly ciertamente nos redimen del trabajo, de tener que procurarnos una buena base de conocimientos históricos. Pero con eso nos hacen un flaco favor. No hay razones objetivas que nos eximan de tener que procurarnos nosotros mismos nuestra propia base de conocimientos históricos. Lo que sin duda desacredita a hombres como Tilly es la organización positivista según bloques temáticos del material histórico. La antítesis de la sistemática y del criterio científico social es precisamente la organización del material histórico según bloques temáticos. Puede que este procesamiento y agrupamiento de datos induzca a pensar al “gran público” que el organizador ha “penetrado” en la materia” y que la domina soberanamente, sin que esto sea realmente el caso. Los “bloques temáticos” se constituyen o eligen en función del interés que suscitan en el investigador o que puedan suscitar en lectores especialistas. Eso de por sí no sería censurable si el posterior análisis (investigación, estudio…) fuera un tal análisis (investigación, estudio…), y no, en buena medida, una mera traducción a una lenguaje cientificista vaciado de todo contenido.


La “nueva” historia pospositivista

Toda la sabiduría de la moderna historiografía queda resumida en el siguiente método: empleo de un cierto tono grave y ceremonioso, propio del más puro lirismo cientificista; permitir que el verbo ajeno (difuso) ocupe el lugar de un pensamiento propio (claro); tener en más estima a los hombres vivos que a las autoridades muertas (o, en su defecto, a los “legítimos intereses y demandas de la sociedad civil, la ciudadanía, el colectivo/ la minoría x..”); pretender ser especialista en alguna especialidad que fue consagrada con el solo fin de dar cabida académica a una especialidad, ¿académica?; distinguirse personalmente por la ausencia total de cualquier sentido crítico; y, por último, llamar indiscriminadamente “metodología” al método llano. Gracias a este “método” tan eficaz como sofisticado, los resultados no tardarán en llegar: en cuanto más elegante y cortés el tono, más nos vamos acercando al ideal de ciencia histórica pospositivista; es realmente el lenguaje el que, sustituyendo a nuestra inteligencia, piensa por nosotros; atendiendo sólo a los vivos, uno puede esperar alguna recompensa de ellos, y olvidándose oportunamente de los muertos, uno se puede hacer la ilusión de estar innovando (“revolucionando”) algo (¿la “vieja” ciencia?); por falta de claridad conceptual, es forzoso que uno tenga que hacer una uso abusivo e inflacionista, a lo sumo: inapropiado, de la palabra “concepto”. La llamada “metodología”, correctamente aplicada [sic], tenderá siempre a asemejarse, en sus resultados, al “conocimiento obtenido por ciencia infusa”.


[1] También pueden llegar a ser prescriptivos o juzgadores, cuando las teorías se erigen a la altura de la especulación metafísica, pero, dado que se trata de un tema delicado, y dado que hay incontables teorías prescriptivas, o sea, del deber-ser, malas, preferimos no incluir a dichas teorías. Basta con meter una sola manzana pocha para estropear toda la cesta. Demasiadas “teorías” malas están sujetas a una metafísica igualmente mala, como ocurre con todas las “teorías feministas” y los llamados “enfoques de género”, y las (micro) historias del tipo que sean: “historia de los desheredados”, “historia de las clases inferiores”, “historia del hombre corriente”, “historia de los sin voz”, “historia de los sin nombre”, “historia de los oprimidos”, “historia de los explotados”, etc. Muy al contrario de lo que vulgarmente se piensa, se trata de meras abstracciones, puesto que su objeto de estudio predilecto, que es ningún otro que Pepito Pérez o Jacques Bonhomme en todo su vulgar esplendor, no existe: es ahistórico. Las (sin) razones para tales estudios y teorías se encuentran en la confusión mental generaliza, que es hija de la metafísica progresista, con su nihilismo y escepticismo, y con su prescripción normativa de un sentimentalismo histórico, sociológico, politológico etc., que prescinde de antemano y deliberadamente de  toda verdad en la historia. Lo que es meramente sentimental, jamás puede llegar a ser verdadero.
[2] Sobre los detractores humanitarios de Maquiavelo consúltese Vilfredo Pareto, Escritos sociológicos. Alianza, Madrid, 1987; Eric Voegelin, La nueva ciencia de la política. Katz Editores, Buenos Aires, 2006, pág. 203; Carl Schmitt, El concepto de lo político. Alianza, Madrid, 2010, pág. 94.
[3] No es una cuestión baladí ni meramente etimológica, sino directamente axiológica y epistemológica, que la palabra teoría presuponga e incluya el concepto de Dios/ divinidad. Ésta es también la premisa de Donoso Cortés: “Posee la verdad política el que conoce las leyes a que están sujetos los gobiernos; posee la verdad social el que conoce las leyes a que están sujetas las sociedades humanas; conoce estas leyes el que conoce a Dios; conoce a Dios el que oye lo que él afirma de sí, y cree lo mismo que oye. La teología es la ciencia que tiene por objeto esas afirmaciones. De donde se sigue, que toda afirmación relativa a la sociedad o al gobierno, supone una afirmación relativa a Dios; o lo que es lo mismo, que toda verdad política y social se convierte forzosamente en una verdad teológica.” Juan Donoso Cortés, Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo. Ediciones Almar, Salamanca, 2003, pág. 97.
[4] Edmund Burke, Reflexiones sobre la Revolución en Francia. Alianza, Madrid, 2003, pág. 141.
[5] Hoy en día, la ciencia social, cuando ya se ha hartado de los excesos del positivismo, se ha especializado en ser lúdica, juguetona y especulativa en el peor sentido de la palabra. Es cuando, como dijimos en nuestro trabajo, realmente “toca a su fin”.
[6] Se pueden encontrar en el mercado todo tipo de bienes, zapatos por ejemplo, que dicen ser de “alta calidad” y “elaboración artesana/ artesanal”, además de “confortables”, pero que en el fondo no son ni una cosa ni la otra: no son de calidad, ni son “artesanales”. A veces, ni siquiera son zapatos, a pesar de la apariencia y a pesar de ejercer la función de calzado. Son simulacros de productos “buenos” pero que se diferencian en lo esencial por la falta de un criterio que sólo puede ser transmitido subjetivamente, por la experiencia histórica acumulada, o por la tradición, de colectividades humanas concretas: el criterio de calidad. La relación es complicada y, evidentemente, tautológica: calidad es un valor cognoscible siempre que se dispone de un criterio de calidad. El criterio de calidad se obtiene y se mantiene a lo largo del tiempo, actualizándose incesantemente vía el acatamiento y la realización práctica de una norma social/ grupal que establece lo que tiene que ser válido de por sí (o criterio de calidad), y cuya asunción por parte del artesano se plasma en materializaciones concretas, derivadas de dicha norma al ejercerse el arte: el producto de calidad, la obra bien hecha. Ambos contienen el criterio de calidad, y, en cierta manera, son el criterio de calidad mismo. Estas realizaciones, a su vez, como materializaciones del “arte”, del “saber “y de la “entrega” de quien las hizo, y contando siempre – real o al menos virtualmente – con la aprobación por parte del grupo o corporación al que pertenece el artesano, además del de sus clientes, remiten a un consenso social tácito (acerca de la calidad), consenso al que el artesano aporta su identificación personal con el producto, y el cliente/ comprador el reconocimiento social más una recompensa pecuniaria, que él brinda tanto al producto como al artesano (reconocimiento económico: se paga efectivamente el precio justo). Basado en este consenso social y en la reciprocidad, o interacción, artesano-cliente/ comprador, se vuelve a actualizar y a hacer eficaz aquella norma que establece lo que ha de entenderse por calidad. El capitalismo, en efecto, corta todas las correas sociales de transmisión, disolviendo a aquellos grupos sociales que pudieran legar de generación en generación un criterio subjetivo-objetivo de calidad: gremios y estamentos. Del mismo modo: tampoco la Universidad, una vez reconstituida como empresa capitalista, según los preceptos económicos de racionalidad (=eficiencia) y “objetividad”, sabe decirnos con precisión y de una vez por todas lo que hay que entender por “calidad”. Los zapatos engañan con el “confort”, y las Universidades, con la “calidad”.
[7] Cfr. Werner Sombart, Die drei Nationalökonomien. Duncker u. Humblot. Berlin, 1930, págs. 297-308.
[8] Sombart, op. cit., pág. 304.
[9] Lo fundamental sobre la desteorización positivista de las ciencias sociales ha sido dicho por Voegelin en su “Introducción”, en EricVoegelin, op. cit., págs. 13-40, y especialmente en la pág. 21: “El uso del método como criterio de la ciencia resulta en la abolición de la relevancia teórica. En consecuencia, pasará a darse la dignidad de la ciencia a todas las proposiciones relativas a hechos, cualquiera sea su relevancia, siempre y cuando deriven de un uso correcto del método. Dado que el mar de hechos es infinito, se hace posible una prodigiosa expansión de la ciencia en sentido sociológico, dando empleo a técnicos científicos y generando una acumulación fantástica de conocimiento irrelevante a través de “proyectos de investigación” enormes, cuyo rasgo más interesante es el gasto cuantificable que implica su realización. Es muy tentador analizar con mayor minuciosidad tales flores de lujo del positivismo tardío y agregar algunas reflexiones sobre el jardín de Academo en el que crecen, pero el ascetismo teórico no nos permitirá tales placeres hortícolas. Lo que nos interesa es el principio de que todos los datos son iguales, como ya se formuló en su ocasión, si se los investiga de forma metódica. Esa igualdad de los datos es independiente del método que se use en cada caso especial. La acumulación de datos irrelevantes no exige la aplicación de métodos estadísticos: también puede tener lugar con el pretexto de métodos críticos en la historia política, la descripción de instituciones, la historia de las ideas o en las distintas ramas de la filología. La acumulación de datos no digeridos, y tal vez teóricamente indigeribles, la excrecencia para la que los alemanes acuñaron el término Materialhuberei [acopio indiscriminado de material], por lo tanto, es la primera de las manifestaciones del positivismo y, dado su carácter penetrante, tiene una importancia mayor que curiosidades tan atractivas como la “ciencia unificada”.”
[10] Nos referimos a nuestro Trabajo de Fin de Máster para el Máster en Estudios de la Unión Europea, cursado en la Facultad de Derecho de la Universidad Salamanca en el 2009/2010.
[11] Donoso Cortés, op. cit., pág. 148.
[12] “Karl Marx, por ejemplo, mostró que la revolución constante de la producción significaba que “lo que es sólido se desvanece en el aire”. Nada escapa a los efectos corrosivos del capitalismo.” David Lyon, Postmodernidad (Segunda edición). Alianza, Madrid, 2000, pág. 17.
[13] Burke, op. cit. pág. 142.
[14] Cfr. Max Weber, El político y el científico. Alianza, Madrid, 2002, págs. 231-233.
[15] Nicolás Maquiavelo, El Príncipe. Espasa-Calpe, Madrid, 2002, pág. 34.
[16] También decía Jesús. “El que la espada empuña, por la espada morirá”. Pues, ese es el fin de toda vida en nuestra tierra, vita est militia super terram; por esta razón también tiene que ser la finalidad de nuestro quehacer científico: el ser valeroso, y no cobarde ni mezquino. No se puede estar en paz con el mundo entero cuando se trata de valores, y el conocimiento es un valor.
[17] Por ejemplo: Alexis de Tocqueville, La democracia en América. 2 tomos, Aguilar, Madrid, 1990.
[18] Charles Tilly, Democracia. Akal, Madrid, 2010.